04 de enero de 2021

Tensión entre la Justicia y la Ley en el filme Judgement at Nuremberg: a propósito del 75 aniversario del inicio de los Procesos de Nuremberg

Juan Carlos Oliveira

Abogado egresado de la Universidad Católica Andrés Bello. Candidato a Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid

El 20 de noviembre se cumplió el setenta y cinco aniversario del inicio de los “Juicios de Nuremberg”, una serie de procesos jurisdiccionales en los que se determinó la responsabilidad de varios dirigentes y colaboradores del Régimen Nacionalsocialista de Adolf Hitler, en los diferentes crímenes cometidos contra la humanidad entre los años 1939 y 1945.

He querido hacer unas muy breves reflexiones sobre este trascendental evento, partiendo del enfoque muy particular que al respecto se ofrece en el filme “Judgment at Nuremberg”, producido y dirigido por Stanley Kramer (1961).

En el filme se relata el juzgamiento de cuatro jueces alemanes por su complicidad en la aplicación de las políticas de esterilización y pena de muerte durante el “Tercer Reich Alemán”. Los diálogos y monólogos, cargados de una inmensa riqueza ética y moral, plantean, entre muchos otros temas, la tensión existente entre la Ley y la Justicia en un régimen totalitario.

“Judgment at Nuremberg” nos muestra cómo en esa clase de regímenes la Ley deja de ser expresión de la Justicia, y cómo en la mayoría de los casos ambas figuras plantean dicotomías antagónicas; esto sucede porque la Justicia, entendida como la virtud cardinal en torno a la cual gira la vida moral de las personas, no es un referente para el legislador. 

Durante el régimen Nazi se aprobaron un conjunto de leyes claramente injustas, que formalizaban prácticas discriminatorias contra ciertos sectores de la población civil e instauraban el terror como instrumento para combatir a quienes era calificados como “enemigos del Estado”.

Entre los jueces sometidos al proceso está Ernst Janning (personaje ficticio), un jurista con una sobresaliente trayectoria académica y profesional, que se desempeñó como Ministro de Justicia y Juez durante el Tercer Reich Alemán, y que es juzgado precisamente por aplicar a rajatabla las leyes dictadas en la Alemania Nazi. La defensa de Janning plantea que los jueces no son los encargados de dictar las Leyes, sino sólo de hacerlas cumplir y, como corolario de su razonamiento, cita la frase “…la patria, ante todo, con razón o sin ella…”, insinuando que ciertas prácticas (como las consagradas en dichas leyes) estaban justificadas por el “bien del país”.

La deportación de los judíos, la expoliación de sus bienes y la esterilización eran prácticas legales en la Alemania Nazi, pero eran también gravemente injustas, por lo que se plantea la cuestión: ¿Cómo sería posible justificar su cumplimiento? Es allí cuando la defensa de Janning presenta un nuevo argumento: la permanencia en el poder de algunas autoridades estaba justificada en la necesidad de “…evitar que sucedieran cosas peores…”. En este sentido, afirma “…¿Cuál es el hombre valiente?; ¿el que se escapa, el que dimite o el que permanece en su puesto a riesgo de su seguridad personal?..”.

Una ley injusta no es Ley en el sentido más amplio, por lo que no determina la obligación moral de seguirla. Sin embargo, el operador jurídico se enfrenta al dilema de cumplirla o no, ante la posibilidad de enfrentar un mal mayor (que puede ser individual o general en el entendido que dichas leyes efectivamente procuran un objetivo estatal -argumento utilitarista).  Dijo Santo Tomás en la Summa Theologiae que “…Las leyes injustas no obligan en el foro de la conciencia, si no es para evitar el escándalo y el desorden, por cuya causa el hombre debe ceder de su propio derecho…”. Desobedecer la Ley tiene siempre un costo, en efecto, así es, por lo que el operador jurídico destinatario de la norma, en principio, se inclinará por acatarla. Pero -afirmaba Santo Tomas- una ley que es gravemente injusta no debe ser obedecida.

La dignidad humana, fundamentada en el dogma judeocristiano de que, como creación de Dios, las personas tenemos valor inherente, era una idea reconocida antes de que surgiera el Tercer Reich Alemán. Como afirma el profesor Peces Barbas, es bien sabido que los derechos forman una determinada moralidad de defensa de la dignidad del hombre, de su libertad y de su igualdad, y si el Derecho es Derecho Estatal en el mundo moderno, sólo la integración de esos dos elementos: moralidad y Derecho, son los que dan eficacia social a la dignidad y a la libertad. Los jueces, en tanto guardianes del Estado de Derecho, no sólo están sometidos a las reglas derivadas del Derecho escrito, sino también al conjunto de principios y reglas que conforman el Derecho Natural, los cuales constituyen auténticos imperativos categóricos, dado su reconocimiento universal. En este sentido, el Juez Janning debió apartarse de la Ley formal para aplicar la justicia (Ley material), sobre todo si la Ley escrita se desviaba del carácter moral de la defensa de los derechos del hombre. Es muy claro que los jueces, con su formación, podían haber optado por no ser parte de la acción criminal del Estado y, sin embargo, decidieron ser cómplices.

Los argumentos planteados por la defensa sobre la necesidad (importancia o conveniencia) de que ciertos hombres se mantuviesen en el poder para prevenir males mayores, no son más que una falacia (específicamente “la falacia de las consecuencias adversas”): esos hombres deciden motu proprio (sin sometimiento a cualquier tipo de control) hasta dónde pueden llegar. Las supuestas consecuencias adversas no serán más que una coartada, son la justificación siempre bastante o suficiente de sus acciones.

Al final, todo hombre, el que vivió en la Alemania Nazi como los de los demás países, siempre resguarda un ámbito de libertad y es responsable de sus acciones. Victor Frankl, sobreviviente de un campo de concentración fue terminante al decirlo: «…El hombre no está totalmente condicionado y determinado; él es quien determina si ha de entregarse a las situaciones o hacer frente a ellas. En otras palabras, el hombre en última instancia se determina a sí mismo…»[1].

La frase del Juez Dan Haywood (personaje ficticio) al pronunciar la sentencia del caso (condena al juez Janning): “…justicia, verdad y el respeto que merece el ser humano…” resume los principios sobre los que el “patriotismo” (acto de amor a la Patria) adquiere algún sentido. Si eliminamos esas premisas, el “patriotismo” se convierte en una decisión caprichosa o arbitraria de los hombres y, con el tiempo, en la justificación de acciones tan abominables como las ejecutadas en nombre del Tercer Reich Alemán. Meses después de estrenada la película, con ocasión al proceso seguido contra Adolf Eichmann (por el genocidio cometido contra el pueblo judío), Hannah Arendt desarrollaría su tesis sobre la “banalidad del mal”, refiriéndose con ella al conjunto de individuos dentro de una sociedad que aceptan el orden establecido y actúan conforme a sus reglas sin reflexionar o preocuparse sobre las consecuencias derivadas de sus actos, simplemente porque consideran que tales actos son necesarios para escalar socialmente[2]; sorprendentemente, en el discurso del Juez Haywood subyacen algunas de las claves sobre las que también se soporta dicha tesis.

Además de mostrar la muy compleja labor de procesar a los jueces por su complicidad en la comisión de los crímenes del Estado (recordemos que para este momento no existía el Derecho Penal Internacional, de hecho surge a partir de estos juicios), el filme plantea otro tema tremendamente vigente, relativo la responsabilidad moral internacional por tolerar o colaborar en la consolidación de regímenes criminales. Sobre este último punto, ya a modo de conclusión, he querido citar las palabras del abogado defensor de Janning, tristemente, más vigentes que nunca:

“Es mi deber defender a (…) Janning, pero si vamos a considerarle culpable, hay otros que también contemporizaron y a quienes debemos considerar también culpables. Ernst Janning ha dicho: ‘triunfamos más allá de nuestros más desenfrenados sueños’. ¿Por qué? ¿Por qué triunfamos, su señoría? ¿Qué decir del resto del mundo? ¿Es que ignoraba los propósitos del Tercer Reich? ¿No oyó las palabras de Hitler radiadas en todo el mundo? ¿No leyó sus intenciones en el Mein Kampf?, publicado hasta en el último rincón del mundo. ¿Cuál es la responsabilidad de la Unión Soviética?, que firmó en 1939 el pacto con Hitler, permitiéndole hacer la guerra. ¿Cuál es la responsabilidad del Vaticano?, que en 1933 firmó el Concordato con Hitler, dándole el primer timbre de prestigio. ¿Vamos a declarar ahora culpable al Vaticano? Cuál es la responsabilidad del gran estadista Winston Churchill, quien dijo en Londres, en carta abierta al Times, en 1938 (…): ‘Si Inglaterra tuviera que sufrir un desastre nacional, pediría a Dios que enviara un hombre del cerebro y del coraje de Adolf Hitler’, ¿es Winston Churchill culpable? ¿Cuál es la responsabilidad de los hombres de industria norteamericanos que ayudaron a Hitler a reconstruir su arsenal, lucrándose con esa reconstrucción?, ¿declararemos también culpables a esos industriales? No, su Señoría, no…; Alemania no es la única culpable, el mundo entero es tan responsable de Hitler como Alemania. Es fácil condenar a un hombre que está en el banquillo. Es fácil condenar a los Alemanes y hablar del defecto básico de su carácter que permitió a Hitler subir al poder y, al mismo tiempo, impunemente, omitir los defectos básicos de carácter llevaron a los rusos a pactar con él, a Churchill a ensalzarle y a los industriales a beneficiarse. Ernst Janning ha dicho que es culpable. Si lo es, la culpa de Janning es la culpa del mundo… nada más y nada menos».

 

[1] El hombre en busca de sentido (Ciudad de México: Herder Editorial, 2015).

[2] (Eichmann en Jerusalén, Barcelona: DeBolsillo, 2010).

 

Comparte en tus redes