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06 de septiembre de 2021
Juan Cristóbal Carmona Borjas
Individuo de Número de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales. Profesor de postgrado en Derecho Financiero en la Universidad Católica Andrés Bello y en el IESA
El discurso según el cual el “modelo rentista” llegó a su fin en Venezuela ha ido tomando fuerza en los últimos años, no sólo entre los voceros gubernamentales, sino también, entre políticos, empresarios y académicos.
Frente a ese mensaje comunicacional que, valga observar, es uno más entre los muchos a los que el pueblo venezolano ha estado expuesto a lo largo del siglo XXI, resulta conveniente efectuar algunas consideraciones con miras a determinar hasta qué punto su contenido es cierto y, en caso de no serlo, descifrar el propósito con él perseguido.
¿Qué es el “rentismo”?
El llamado “rentismo” es un modelo propio de aquellos Estados en cuyos territorios existe una considerable dotación de recursos naturales, cuya explotación reporta ingresos de tal magnitud que de ellos termina dependiendo directamente el financiamiento del gasto público, e indirectamente el desarrollo de la actividad privada. Se trata de economías en las que se transfieren recursos tributarios y patrimoniales al Estado sin que medien contrapartida y esfuerzos productivos proporcionales. En ese contexto, el Estado se apropia de cuantiosos ingresos que recibe generalmente del mercado mundial en divisas y en buena medida al margen de la economía doméstica.
Los países que operan y se desarrollan en ese tipo de escenarios, generalmente experimentan los mismos efectos económicos registrados en el año 1960 por los Países Bajos tras el descubrimiento, por su parte, de gas en el mar del Norte y a lo que se dio por llamar la “enfermedad holandesa”. En ese contexto los Estados dan prioridad a las actividades extractivas de las que provienen sus ingresos mayoritarios, incrementan la exportación del producto extraído lo que les genera grandes cantidades de divisas, todo lo cual conlleva, entre otras, a la apreciación de la moneda nacional, el aumento de las importaciones, la poca diversificación de la actividad productiva, la baja generación de empleo y la inestabilidad derivada de la volatilidad típica del mercado de esos commodities.
Venezuela y la “enfermedad holandesa”
Ese ha sido precisamente el caso de Venezuela desde que se consolidó como país productor de petróleo y, en menor escala, de gas, hierro, bauxita, oro, diamantes y coltán, recursos naturales todos estos pertenecientes históricamente de manera casi ininterrumpida a la República y cuya explotación actual está reservada al Estado.
A lo largo del siglo pasado, prominentes venezolanos, entre ellos, Juan Pablo Pérez Alfonzo, Arturo Uslar Pietri y Rómulo Betancourt, advirtieron acerca de los peligros que encerraba para Venezuela su condición de país monoproductor. Aquella preocupación se extendía, además, a la ausencia de señales claras de que nuestra Nación terminara enrumbándose hacia una transformación económica real.
Aquellos ilustres venezolanos polemizaban en torno al destino que debía dársele al producido petrolero. Uslar Pietri en su celebrado artículo Sembrar el petróleo clamaba por la diversificación económica, en tanto que Rómulo Betancourt en su obra insignia, Venezuela, Política y Petróleo (1956) apostaba al financiamiento de planes sociales impostergables, dada la miseria y el atraso que vivía Venezuela.
Por su parte, Juan Pablo Pérez Alfonzo, en su libro Venezuela y petróleo. Lineamientos de una política, escrito en 1960, dejaba clara su preocupación señalando que “en lo político al igual que en lo económico y social tendremos que decidir sobre el futuro de la patria. Si se acierta entraremos en el camino expedito del desarrollo y el progreso. De lo contrario, habremos desperdiciado las grandes oportunidades que nos ofrecen, haciéndonos acreedores a los justos reclamos de las generaciones venideras”.
Respecto de aquellas visiones y advertencias, justo es señalar, por una parte, que todas fueron y siguen siendo acertadas y, por otra parte, que, aunque con relativo éxito, ambas fueron atendidas por los gobiernos de la segunda mitad del siglo XX. También debe admitirse que la amenaza que siempre representó el torrente de petrodólares propio del rentismo, terminó desviando el rumbo de nuestro país, justificando, hoy día, más que nunca, el reclamo de ésta y de las próximas generaciones.
El rentismo con pretensiones políticas transnacionales
En el caso de Venezuela, fue precisamente la gestión de Hugo Rafael Chávez Frías (1999-2013), la que hizo mutar a la “enfermedad holandesa” a una variante del rentismo con pretensiones políticas transnacionales, el “Socialismo del Siglo XXI”.
Aquel proceso se inició con la sanción de una nueva Ley Orgánica de Hidrocarburos (2001) a la que siguió una reforma (2006), a través de las cuales se aumentó la regalía petrolera en la mayoría de los casos de 1% a 33% (30% regalía y 3,3% ventajas especiales – Impuesto de Explotación). En 2001 también se reformó la Ley del Impuesto sobre la Renta (LISR), con el propósito de reducir la tarifa aplicable al sector de 67,7% a 50%, bajo la lógica de que al calcularse la regalía con base a ingresos brutos y el ISR en función de enriquecimiento neto, aumentando aquélla y reduciendo éste, resultaba más segura la captación de ingresos públicos. Por otra parte, a partir de 2006 se instrumentó la participación accionarial del Estado en el ejercicio de las actividades primarias a través del modelo de las empresas mixtas (60%), lo que supondría mayores ingresos para la República por la vía de los dividendos.
Tras aquellos cambios en el esquema petrolero y en el marco del boom de los precios de los hidrocarburos líquidos registrado entre los años 2008 y 2013, bajo el lema de “PDVSA es de todos” y la ampliación del objeto social de la estatal petrolera, se adelantaron una serie de programas sociales (misiones) financiados con la renta petrolera y se destinaron cuantiosas sumas de dinero a consolidar el proyecto político chavista dentro y fuera de nuestras fronteras, lo que llevó consigo el debilitamiento progresivo de la Industria Petrolera Nacional.
Durante la gestión de Jorge Giordani como ministro de Planificación (2009-2014), el gobierno nacional comenzó a vender como uno de sus mayores logros la supuesta superación del modelo rentista, lo que fundamentaba en el menor peso que cada año registraban los ingresos petroleros en los proyectos de Ley de Presupuesto de la Nación.
Más allá de disimular la baja en la producción petrolera que comenzaba a acentuarse, la principal intención tras la implementación de aquella práctica no fue otra que la de subestimar el precio del barril del petróleo para conferirle al Ejecutivo Nacional la opción de disponer, por la vía de los créditos adicionales, de las enormes cantidades de dinero que representaban los excedentes entre lo presupuestado por renta petrolera y lo que terminaba efectivamente ingresando al Tesoro Nacional por ese mismo concepto.
Aquella estrategia fue complementada con la sanción en el año 2008 de la Ley de Contribución Especial sobre Precios Extraordinarios del Mercado Internacional de los Hidrocarburos y sus reformas (2012 y 2013), en virtud de las cuales, las operadoras de PDVSA pagan un tributo cuya base de cálculo es precisamente el excedente entre el precio del barril utilizado a efectos presupuestarios y el precio al que se vende el crudo venezolano en el mercado internacional. Se mantuvo así el incentivo para el Ejecutivo Nacional de subestimar el precio del barril en el presupuesto, en tanto mientras mayor es el excedente, superiores son las “contribuciones especiales” a ser pagadas por las empresas petroleras. La particularidad de este nuevo mecanismo radica en que esos recursos, no ingresan al Tesoro Nacional, sino que entran al patrimonio del FONDEN, que es una empresa del Estado, a cuyo cargo está cumplir funciones propias de la República bajo un régimen presupuestario más flexible.
Adicionalmente a lo hasta ahora descrito, en flagrante violación del artículo 321 de la CRBV, dejó de operar el Fondo de Estabilización Macroeconómica (FEM) como herramienta dirigida a procurar la estabilidad de los gastos del Estado en los niveles nacional, estadal y municipal frente a las fluctuaciones de los ingresos ordinarios, especialmente de los petroleros. El fin último de aquella irregular práctica, no encuentra otra explicación que la de liberar al Ejecutivo Nacional de las reglas de disciplina a las que está sujeta la administración de los excedentes petroleros.
Para completar tan escabroso escenario, a raíz de la inhabilitación de que fue objeto la Asamblea Nacional instalada en 2015, se inició y consolidó la práctica de aprobar el Presupuesto de la Nación a través de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia y de la Asamblea Nacional Constituyente, no habiéndose vuelto a discutir y, mucho menos a publicar, su contenido.
A pesar del oscurantismo que ha caracterizado a la materia, partiendo de los niveles de producción reportados por Venezuela a la OPEP y al comportamiento de la cesta de crudo venezolano y de sus derivados, algunos expertos han estimado que entre los años 1998 y 2014 Venezuela recibió ingresos nominales por el orden de los US$ 845 mil millones, lo que representa más de cuatro veces lo que recibió entre los años 1983 y 1998. De aquella cantidad, el Ejecutivo Nacional pudo llegar a administrar unos US$ 770 mil millones, 420% más de lo que administró entre 1983 y 1998. (Jesús Mora Contreras. El Petróleo y el Socialismo del Siglo XXI. Encyclopedie de l´energie). A pesar de haber recibido la República tal magnitud de riqueza, la siembra del petróleo y los programas sociales bajo la Revolución Chavista sólo se tradujeron en mayor pobreza.
Si bien es cierto que partir del año 2014 los precios del petróleo cayeron considerablemente y que su recuperación a partir de 2018 no ha alcanzado los niveles de los años 2008 al 2013, aquella práctica de la subestimación de precios se ha mantenido en los presupuestos. Aún en ese escenario, al que se aúnan la caída estrepitosa de la producción de crudo a nivel nacional que la llevó en 2020 a tan sólo 400.000 b/d y la falta de estadísticas confiables, se estima que la balanza comercial en Venezuela actualmente depende de las exportaciones petroleras en más de un 90%.
El lugar del ingreso petrolero en la actualidad
Ante aquella afirmación, vale entonces preguntarse, ¿cómo habiendo reconocido la OPEP una producción nacional de tan sólo 512.000 b/d para el mes de julio de 2021 y rondado la cesta venezolana para ese mismo mes los US$ 50 el barril, puede seguirse considerando al ingreso petrolero como el de mayor peso en la economía nacional?
Precisamente, por registrar Venezuela un modelo rentista, la pésima gestión de la industria petrolera nacional, aunada a otros factores, se ha traducido en un achicamiento de nuestra economía que se estima en un 80%. Al haberse producido tal reducción de la economía, el peso que en ella tiene la renta petrolera se ha mantenido medianamente inalterado, conservando el primer lugar.
No se trata de que el modelo rentista haya desaparecido, lo que ha ocurrido es que, si bien se ha reducido la producción petrolera a niveles impensables, lo propio ha ocurrido con el tamaño de la economía pública y privada nacional. Pensar lo contrario, es dar por válido un mensaje que pareciera pretender disimular la debacle de la Industria Petrolera Nacional, dar la idea de que finalmente nuestra economía se ha diversificado y dificultar los controles tradicionales del gasto público.
Otra pregunta que razonablemente vale formularse en este contexto es, ¿cómo se financia actualmente el Estado venezolano, independientemente de que el gasto público también se haya achicado?
Al respecto debe tenerse presente que desde la reforma de la Ley del BCV de 2005 el Estado ha venido echando mano a las reservas internacionales, buena parte de las cuales ha sido canalizada a través del FONDEN. La emisión de dinero inorgánico por parte del BCV ha sido otra de las herramientas puesta al servicio del proyecto revolucionario, a pesar de su impacto en la hiperinflación. A cargo del ente emisor ha estado también el otorgamiento de préstamos a instrumentalidades del Estado que, como PDVSA, bajo su nuevo objeto social, atienden gastos propios del Poder Central, sirviéndoles de aliviadero. Las explotaciones mineras, aunque en términos anárquicos y con alto costo ambiental, han representado una fuente adicional de ingresos para el Estado, aunque bajo el mismo modelo rentista petrolero. No pueden dejarse de lado los acuerdos comerciales alcanzados con países aliados al gobierno que involucran “facilidades financieras” que oxigenan la crítica situación estatal.
A la luz del panorama descrito, puede afirmarse que nuestro país está muy lejos de haber superado el modelo rentista, en tanto éste, simplemente se ha redimensionado cuantitativamente y potenciado en el ámbito sociopolítico.
Más allá del rentismo
El rentismo, va más allá del origen de los recursos y del peso que ellos tienen en la economía nacional, en tanto impacta también, por una parte, la cultura de los gobernantes, quienes asumen a los ingresos provenientes de la actividad extractiva como propios, ilimitados y de libre disposición y, por la otra, la cultura de la población que se siente con el derecho a recibir sin aportar.
La solución no radica en abandonar la explotación de recursos naturales, sino en finalmente administrar su producido con criterio, eficiencia y honestidad. No habrá peor crimen cometido contra los venezolanos que dejar perder las ventanas de oportunidad que aún ofrece el mercado mundial de los hidrocarburos. Una cosa es procurar abandonar el modelo rentista y, otra muy distinta, descartar la actividad extractiva.
Mientras los recursos naturales sigan asumiéndose susceptibles de ser utilizados en la consolidación de proyectos políticos y no exista un verdadero ejercicio de ciudadanía en nuestra población que a ello ponga límites, seguiremos padeciendo los embates de la variante tropicalizada de la “enfermedad holandesa”, cuya inmunidad de rebaño en nuestro país pareciera estar más lejana aún que la del COVID-19.