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03 de marzo de 2020
Fernando Javier Delgado Rivas
Abogado egresado de la Universidad Central de Venezuela
Recientemente en Venezuela nos hemos encontrado que en el ámbito académico y profesional, se ha visto el surgimiento de un movimiento que podría ser catalogado de liberal. Lo anterior se ha podido notar u observar en distintos gremios, pero muy especialmente -y naturalmente- en el de los abogados, de donde han salido varios exponentes de esta novedosa postura; ya sea mediante escritos, libros, charlas o foros, y cualesquiera otros medios.
En verdad es novedoso este movimiento entre nosotros, siendo que antes eran casi inexistentes las personas que propugnaban y defendían planteamientos de este estilo. Por supuesto que con “liberal” no me refiero a que sea algo relacionado a los partidos liberales del pasado, ni mucho menos con el liberalismo norteamericano (hoy mejor conocido como progresismo), que hasta llega a confundirse con ideologías de corte izquierdista.
Muy por el contrario, este liberalismo que comentamos se refiere es a las bases tradicionales de las democracias liberales, la noción de Estado de Derecho clásica, y muy especialmente a la preponderancia de las libertades individuales frente a las ideas del colectivismo y todo ese tipo de pensamientos que lleven a la superioridad indiscutible de la masa frente al individuo.
No hay que indagar o cuestionarse mucho sobre el por qué de esta reacción en nuestro país. Resulta perfectamente entendible que ante una devastación del Estado, sus instituciones y la peor crisis económica de nuestra historia republicana -todo causado por el régimen actual- surjan respuestas o cuestionamientos desde distintos sectores de la sociedad, que tal vez jamás hubiesen sucedido dentro de otro contexto.
Ante esta reacción, conviene entonces repreguntarnos y cuestionarnos todo acerca de los límites de actuación del Estado, y más concretamente, del Poder Público en nuestra sociedad venezolana. ¿Cómo llegamos a esta situación? ¿Hasta qué punto puede abrazarse el pensamiento liberal sin llegar al extremo en el que siempre puede caer cualquier postura política o hasta filosófica? ¿Qué papel juega el Derecho en todo esto? En efecto, son inquietudes que merecen no poca reflexión.
El Estado bueno
No sé si les suceda a mis demás contemporáneos, pero muy al principio de toda esta tragedia, y de lo poco que recuerdo de los últimos momentos de los cuarenta años de democracia, mi impresión del Estado -y de casi todo lo relacionado a éste- era como de una especie de pertenencia común a todos y fuente de orgullo en muchísimos casos. Creo recordar que a las empresas del Estado se les pensaba como con cierta grandiosidad, con un toque de orgullo nacionalista, y además como algo no susceptible de ser enajenado, y por tanto perteneciente a “todos” por mucho tiempo.
No creo que haya sido un sentimiento irracional o puramente ideológico. Razones existían para sentirse orgulloso de empresas como PDVSA en su momento, por supuesto la más exitosa y única con alcance internacional. Pero también podemos mencionar los ejemplos de EDELCA, la Electricidad de Caracas, VIASA, el Metro de Caracas, y hasta la misma HIDROCAPITAL, con sus sistemas Tuy, que abastecieron de agua y con excelente regularidad y calidad, a casi la totalidad de la ciudad capital.
Se consideraba también -aunque ya se denunciaba mucho un desmejoramiento- que Venezuela contaba con un sistema de salud totalmente gratuito de gran importancia; con un sistema de educación pública masificado; y ni que decir de las universidades públicas autónomas y la infraestructura pública en general, envidia de muchos países latinoamericanos.
Argumentos había pues, para pensar -así fuera equivocadamente- que todo lo del Estado era lo mejor. No solo por las demostraciones exitosas, sino también por aquello de pensar en eso como nuestro, como algo de verdad venezolano, y ajeno a la libre venta o disposición.
Lamentablemente, el Estado venezolano comenzó a hacer aguas, y se vieron épocas no tan buenas como aquella de la “Venezuela saudita”, lo cual devino inevitablemente en malestares de la población. La primera reacción que se tuvo ante esto fue la de culpar a la corrupción y mala administración de los gobiernos. Muy pocos -con sus honrosas excepciones, como la de Carlos Rangel- se atrevieron a señalar de frente a las fallas en los fundamentos del sistema.
El Estado opresor
El decaimiento del Estado venezolano y su capacidad de satisfacer a la población y conciliar intereses, trajo como consecuencia que factores políticos totalmente contrarios al sistema tomaran el poder.
Como quiera que el problema se había visto en su gran mayoría como producto de una mala y corrupta administración, no hubo obstáculo entonces para que unos actores vistos como totalmente contrarios a la política del momento capitalizaran el descontento y llevaran a cabo sus planes de toma del poder. Así luego abarcaron casi todo el poder del Estado, de una manera autócrata y personalista sin límites, aunque esa es otra historia.
El nuevo régimen fue luego mostrando su verdadera naturaleza de inspiración comunista y totalitaria. Poco a poco fueron sucediendo controles de precios y de cambio, al rato “expropiaciones” y “nacionalizaciones” de todo tipo. Y, por si fuera poco, se aplicó una política totalmente represora y despiadada con la industria nacional y extranjera radicada en Venezuela; pero al mismo tiempo complaciente con la producción más allá de nuestras fronteras, ya que amparándose en una renta petrolera de colosales proporciones, el régimen chavista adoptó una agresiva política de importaciones que dio -hasta que llegamos al colapso actual- una sensación de crecimiento económico.
Pocos notaron en un principio, que muchas de estas políticas podían tomarse como una regresión o insistencia en las del pasado. En efecto, muchas empresas públicas privatizadas fueron re-estatizadas. Igualmente, no era la primera vez que se veían controles de cambio o de precios.
Pero lo verdaderamente novedoso y perverso fue la guerra contra la industria radicada en el país, concretamente contra el sector privado, siendo que en los gobiernos anteriores más bien se había adoptado una política proteccionista en muchas ocasiones (algo que igualmente se les crítico después). Todo lo anterior acompañado de una política de repartición desmedida de gasto público, devino a su vez en una corrupción que llegó a tener alcance internacional.
Hoy en día vemos que los resultados son calamitosos. No solo las empresas públicas están por el suelo y totalmente destruidas, por muchas razones. También la industria nacional privada está en su peor momento, solo sobreviviendo mucho mejor que el sector público, sin mencionar la casi total ausencia de inversión extranjera.
Es obvio entonces que, en el estado actual de las cosas, cuesta muchísimo ver algo de bondadoso o útil en la gestión del Estado o la Administración Pública. Más bien muchos añoran ahora las glorias del pasado. Pero al mismo tiempo esta crisis ha abierto las mentes de mucha gente que antes velaba siempre en primer lugar por el interés público (de ese Estado bueno), en lugar del esfuerzo individual, o de una verdaderamente competitiva industria privada.
La revisión de dogmas inquebrantables: el saneamiento liberal
Una vez demostrada la debacle nacional, es cuando aparece entonces este movimiento nunca visto en nuestra historia contemporánea. Lo que llamo aquí la reacción liberal, propugna como nunca los valores del Estado liberal puro, en su concepción original del siglo XVIII. Fundamentalmente, rechazan la intromisión del Estado en la economía del país, y reivindican el esfuerzo individual en el marco de un mercado verdaderamente libre, como única fuente exitosa de progreso y desarrollo.
Para estos académicos -de entre los cuales encontramos a muy preparados y excelentes abogados- el Estado debe reducirse al mínimo, y por tanto toda misión o fin de corte “social” que se le quiera imponer a éste debe ser rechazada. En consecuencia, se desechan también las actividades prestacionales impuestas legalmente, el subsidio público, y a su vez el establecimiento de los llamados derechos sociales con su correlativa garantía por el Estado. Véase sobre esto último la gran cantidad de derechos de este estilo (salud, vivienda, educación) que la Constitución ha establecido, y que no pocas personas han interpretado que la Administración está obligada a prestarl.
Estos planteamientos, a mi parecer, han saneado el paradigma o contexto que teníamos entre los venezolanos, y muy especialmente los abogados, sobre el papel del Estado. Tal y como lo dije antes, se tenía al Estado y sus instituciones como algo fundamentalmente bien intencionado y digno de proteger en todo momento.
Así, en la enseñanza del Derecho Administrativo, teníamos como ideas, o mejor dicho como dogmas, cuestiones como la presunción de legitimidad o legalidad del acto administrativo, las prerrogativas procesales de la administración (que aún se mantienen en el ordenamiento jurídico), la función “social” de la propiedad privada, y como corolario de todo ello, a la noción del Estado “social”, por la cual se pretendía justificar y facilitar legalmente la creciente e interventora actividad estatal o administrativa.
Así pues, ha sido favorable este refrescamiento de concepciones que por mucho tiempo se daban por sentadas entre nosotros. Por ejemplo, no es raro encontrarse con opiniones de que los tribunales competentes en lo contencioso administrativo siempre habían tenido predilección por fallar a favor de la Administración Pública, y esto se entiende por el paradigma que se tenía del Estado bueno. Esto se puede escuchar de las mismas personas que llegaron a ocupar cargos en ese ámbito, y de los mismos abogados litigantes. Claro que no me refiero a la depravación y clara parcialidad de los últimos tiempos. Lo de antes era una inclinación quizás hasta epistemológica, pero nunca una politización de la justicia.
No podemos dejar de lado, que la crisis del sistema democrático no se debió exclusivamente -como erróneamente se pensó- a una mala administración o corrupción. Las causas de esa crisis se hallaron también en la hipertrofia de un Estado que quiso proveerlo todo, y que poco procuró por un definitivo desarrollo del sector privado, para poder superar esa fase de “en vías de desarrollo”.
Oportuna es entonces esta reacción ante los viejos dogmas. Ello ha permitido abrir las puertas al debate y dejar de lado algunos tabúes o predisposiciones incuestionables en nuestro pasado. La enseñanza actual del Derecho Público, y especialmente del Derecho Administrativo jugarán un papel fundamental en este nuevo paradigma; uno que esperamos pueda conciliar los derechos fundamentales individuales -que son necesarios para el desarrollo económico- con la actividad de la Administración Pública.
El posible y recomendable equilibrio
Pero como toda postura en la academia o en cualquier área del conocimiento, creo que no es sano igualmente abrazar una postura sin más, sin considerar excepción o flexibilización alguna. Es muy difícil proclamar el fin de la Administración Pública, y dejar el Poder Público al reduccionismo extremo, y menos desde el punto de vista del Derecho.
Así como resulta absurdo creer que al establecer derechos “sociales” en la Constitución y las Leyes, mágica y automáticamente se procurarán las mínimas condiciones vitales para todos, por lo mismo no puede pretenderse que mediante Leyes se encadene a la Administración para realizar ciertas actividades, que sin menoscabar derechos fundamentales, busquen alcanzar ciertos fines de interés general.
Quizás muchos piensen que la vía ecléctica o del equilibrio es la fácil, que así libera la presión de no tomar una sola vía, sino un poco de cada una para complacer en algo a cada uno. Pero el equilibrio en este aspecto pensamos que no consiste en la mezcla o fusión de dos posiciones que aparecen como antagónicas, sino en la ubicación de cada una donde corresponde.
Creemos entonces que las ideas liberales son idóneas para establecer un ordenamiento jurídico que garantice con plenitud los derechos y libertades fundamentales. Para ello será necesaria la idea del Estado de Derecho liberal, que garantiza la separación de las ramas del Poder Público, y la democracia representativa, para evitar así la autocracia y el totalitarismo. Hasta aquí creemos que debe limitarse el Derecho.
Por otra parte, queda a la Administración Pública -dentro de los límites legales que ya se hayan establecido- decidir qué sistema económico seguir, que actividades de fomento o prestacionales realizará, y de que forma quiere procurar ciertas actividades que considere necesarias para el pleno desarrollo del país; todo de conformidad a las directrices políticas amparadas en la legitimidad de su origen por sufragio.
De tal manera que no concibo una prohibición legal de actuar a la Administración, para casos como el de establecer un sistema eléctrico en donde ningún particular tenga la capacidad de hacerlo; de llevar a cabo una política pública sanitaria de gran envergadura; o de realizar actividades prestacionales que se consideren convenientes y oportunas en un momento, como lo serían el proveer de viviendas o educación pública masiva a bajos costos.
Para lo anterior, no se requiere un mandato constitucional al Estado (la noción del Estado social), ni tampoco se concibe vedarle de estas posibilidades. Al querer establecer un mandato constitucional para ello, se corre el riesgo de que la administración caiga en un totalitarismo, donde todo derecho particular se sacrifica en nombre del interés supremo de alcanzar esos fines sociales. Por lo demás, resulta poco creíble también que un ordenamiento jurídico establezca la imposibilidad absoluta de ciertas actuaciones que un particular jamás tomaría, por ser ajenas a su interés particular, como lo sería la regulación directa de la libre competencia, por solo nombrar un ejemplo.
Recuérdese que ni en el más capitalista de los países hay ausencia total de regulaciones de ese tipo; como tampoco se ve la prohibición de que las Administraciones puedan emprender la gestión económica, o la construcción de hospitales, por ejemplo. Cuestiones estas últimas que por demás creo que escapan al Derecho y son más propias del campo de la Política.
Ha sido entonces la reacción liberal saludable entre nosotros. Nos ha permitido cuestionarnos dogmas que muy seguramente coadyuvaron en el pasado a establecer un paradigma que probó no ser el mejor para la protección de los derechos y libertades fundamentales, ni para la buena marcha de la economía del país.
Al mismo tiempo, y por la misma razón, creo no deberían establecerse nuevos dogmas en el Derecho, en sustitución de los viejos. Lo idóneo podría ser más bien un flexible equilibrio, en cuanto a temas de política económica y social se refiere. Así el Derecho no tendría que decantarse nunca por un determinado sistema económico, sino por la libertad y derecho de los individuos en sociedad a elegir el que más les convenga.