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Julio de 2020

La educación y sus limitaciones

María Alejandra Correa Martín

Profesora de Instituciones de Derecho Civil III en la Universidad Monteávila

La necesidad de dar continuidad a la educación, ante la imposibilidad de impartir clases presenciales, fue una ocasión para superar obstáculos, identificar las circunstancias que afectan la calidad de la educación, pero también para reflexionar sobre la bilateralidad y la reciprocidad de la relación que se establece entre profesores y alumnos de un curso universitario.

El personal administrativo de Universidad Monteávila diligentemente colocó de manera inmediata a disposición de los profesores las herramientas tecnológicas, la asesoría y el acompañamiento necesario para que estuviéramos en las mejores condiciones para impartir las clases a distancia. Correspondía a los profesores ingeniárselas para hacerlo en cada una de las materias.

Una realidad se puso en evidencia: una universidad son sus autoridades, sus profesores, pero sobre todos sus estudiantes. La labor de enseñar requiere indefectiblemente de los destinatarios del aprendizaje. En esta oportunidad los profesores aprendimos mucho, no – como ocurre normalmente – del contacto con nuestros alumnos, en estos últimos meses el aprendizaje se centró en servirnos mejor de los avances tecnológicos, que sin duda facilitan, pero no suplen el ánimo, ni las aspiraciones.

La relación entre docente y estudiantes conjuga intereses y motivaciones que son el motor de la enseñanza. Los de los profesores son sin duda importantes y distinguen a los buenos profesores, responsables y dedicados; pero los de los alumnos son una condición sine qua non para el aprendizaje. Sin aprendizaje sencillamente no hay educación.

¿Qué aprendieron los alumnos de las clases a distancia? Esa es la pregunta que más me inquieta.

Se puede enseñar sin que el otro aprenda, así como se puede aprender sin que alguien enseñe. Lo ideal es que un profesor enseñe y sus alumnos aprendan, sabemos que la ecuación no siempre da el mismo resultado, las diferencias de notas entre los alumnos de un mismo curso, con sus aplazados, son el mejor ejemplo de ello. Eso es así, porque no todos los alumnos tienen las mismas motivaciones, intereses, ni aspiraciones.

La experiencia de las clases a distancia hizo más difícil el seguimiento y evaluación del aprendizaje. El distanciamiento social impidió la actividad de aula que nos permite a los profesores advertir caras de extrañeza, incomprensión o, por el contrario, de claridad en la transmisión de las ideas, que nos ayudan a saber cuándo debemos detenernos, repetir, insistir, poner ejemplos y cuando avanzar en el contenido de la materia. 

Los profesores contábamos, sin embargo, con los mejores aliados, muy poco valorados por los alumnos: los libros. En mi caso, tenía a mi favor que existe suficiente material de excelente calidad disponible en digital, lo tenía a la mano, lo había recopilado en la preparación de mis clases y lo compartí con mis alumnos.

Aunque no estoy a favor de las clases a distancia en pregrado, porque considero que en ellas se pierde la esencia del intercambio humano, con optimismo asumí el deber de continuar y visioné una oportunidad para concentrar esfuerzos en incentivar la consulta bibliográfica por parte de los alumnos.

La remisión de material por el profesor no basta, amerita, de parte de los estudiantes, deseos de leer y aprender. ¿Cómo despertar esa necesaria avidez en los alumnos? Esa fue la mayor dificultad que enfrenté. Asumiendo como premisa, el favorecer el aprendizaje, antes que la evaluación – quizás para evitar la incomodidad que genera la deshonestidad en las evaluaciones que la distancia favorece- me concentré en enviar lecturas, con indicaciones para orientarlos sobre los aspectos más relevantes en los cuales debían poner atención.

En general, salvo contadas excepciones, constaté gran apatía, poca disposición para la lectura, alumnos para quienes las condiciones de los servicios de electricidad e internet, más que una limitación, fueron la excusa perfecta para encubrir su dejadez, contagiando su educación de la misma precariedad de esos servicios, sin importar los esfuerzos de la Universidad.

La medida de lo aprendido por cada uno de los alumnos es proporcional al empeño que cada uno puso. Sin duda hay condiciones que limitan o favorecen la educación, pero las que más la obstaculizan son la carencia de valores y aspiraciones en los estudiantes, así como la incapacidad de los profesores de motivar a sus alumnos.

Esta experiencia me ha hecho reflexionar sobre el rol del profesor, sobre el esfuerzo que nos corresponde hacer para transmitir a nuestros alumnos interés por aprender, inspirarles ansias de conocimiento; tarea cada vez más necesaria también en las clases presenciales.