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13 de mayo de 2021
Emilio Spósito Contreras
Profesor Agregado de Derecho Civil I, Personas, de la Universidad Central de Venezuela. Profesor de Historia del Derecho I, Derecho Romano, de la Universidad Monteávila
A contracorriente
Aunque hablar de caballería podría considerarse superado y para algunos hasta resulte desfasado y anacrónico, nos remitimos a las extraordinarias obras de Johan Huizinga (1872-1945)[1] y Julius Evola (1898-1974)[2], para constatar la relevancia y actualidad del tópico. Aún en crisis, autores universales como Miguel de Cervantes (1547-1616) en el Quijote (1605) y Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) en Götz von Berlichingen (1773) –personaje histórico también conocido como Mano de hierro–, supieron reconocer su importancia y aprovecharse de la curiosidad que despierta en el público. Hollywood se ha nutrido reiteradamente del tema.
Podemos identificar todo un género literario: los libros de caballería, derivado de la materia de Bretaña, del romancero medieval[3], que deleitaron importantes sectores de la sociedad, desde el emperador Carlos V (1500-1558), pasando por santa Teresa de Ávila (1515-1582), hasta los vecinos de la apartada Venezuela. Efectivamente, sabemos que entre los primeros libros de Venezuela, se cuentan dos ejemplares de Espejos de caballerías (1525), de Pedro López de Santa Catalina, vendidos en 1528 por Sancho Ortiz de Urrutia y su sobrino Juan de Urrutia, en Nueva Cádiz de Cubagua[4].
Contemporáneamente, el entusiasmo que provocan los concienzudos estudios del noble Martín de Riquer (1914-2013)[5] o las populares novelas de Arturo Pérez-Reverte (1951), llaman la atención sobre una interpretación de la vida que movió el motor de la Historia durante siglos. En el mismo sentido, la caballería impactó en el Derecho, dando pie al denominado Derecho de Armas y Derecho Militar medieval, muy influenciado por el hoy desdibujado pero subyacente Derecho Germánico.
Si bien se originaron en la antigua Roma, conceptos como honor, autonomía de la voluntad, buena fe, etc., cobraron nuevas dimensiones entre los herederos germánicos del Imperio romano y se convirtieron en claves del Derecho Civil recogido en los burgueses Códigos modernos. ¿Su utilidad? Tanto en la Antigüedad, la Edad Media y la Modernidad, servir de referencia para reconocerse e identificarse con el contrario, o parafraseando a Ernst Jünger (1895-1998) en Tempestades de acero (1920), descubrir con sorpresa que entre nuestros enemigos, también hay valientes.
El voto caballeresco
Uno de los casos más curiosos de la historia de la caballería española, es el protagonizado por Suero de Quiñones, señor de Navia (1409-1456), quien bien podría representar al caballero castellano por excelencia. Quiñones había hecho el voto caballeresco de usar cada jueves una argolla de hierro alrededor del cuello, como señal de su cautiverio o servidumbre amorosa por quien llegaría a ser su esposa, Leonor de Tovar. Costumbre parecida puede identificarse en el uso de la liga de The Most Noble Order of the Garter (1348) –todavía existente en el Reino Unido– o del brazal de los caballeros de la Emprise de l’Escu vert à la Dame Blanche (1399).
Para poner fin al uso de la aludida argolla y peregrinar a Santiago de Compostela, Quiñones junto a nueve compañeros, solicitó licencia al rey de Castilla, Juan II (1405-1454), para organizar un paso de armas –distinto al riepto o lid judicial, al desafío, las justas y los torneos–, conocido como el Passo Honroso. Todo ello fue registrado por el escribano real y notario público Pedro Rodríguez de Lena (muerto después de 1434) y publicado en versión abreviada por fray Juan de Pineda (1520-1599), en Salamanca, bajo el título: El passo honroso defendido por Suero de Quiñones (1588).
Los capítulos del Passo Honroso
La empresa aprobada por el Rey en consejo, estaba compuesta por 22 capítulos o cláusulas que resumimos a continuación:
Se retaba a todos aquellos que fueran caballeros o gentilhombres, llamados aventureros, a batirse en la liza entre el 10 de julio y el 9 de agosto de 1434; para lo cual Suero de Quiñones y sus compañeros: Lope de Estúñiga, Diego de Bazán, Pedro de Nava, Suero Gómez, Sancho de Ravanal, Lope de Aller, Diego de Benavides, Pedro de los Ríos y Gómez de Villacorta, llamados mantenedores, acamparían a un extremo del puente sobre el río Óbrigo, en el Camino de Santiago, a la altura de la ciudad de León, hasta alcanzar la meta de romper trescientas lanzas (capítulo 1).
Los contendientes extranjeros podrían traer sus propias armas o servirse de las ofrecidas al efecto por Suero de Quiñones (capítulos 2 y 19). En tal sentido, los caballeros que aceptaran el reto, deberían identificarse con su nombre y procedencia (capítulo 11).
Cada caballero que voluntariamente aceptara el reto (capítulo 14), podría romper hasta tres lanzas, equiparándose a tal, ser derribado del caballo, hacerse sangre (capítulos 3 y 20) o encontrare poco o mucho en el arnés del caballo (capítulo 17). Quiñones se comprometía a prestar atención médica a los heridos (capítulo 12).
En cuanto a las damas o señoras de honor que pasaran por el puente sin acompañante que las defendiera, deberían dejar como prenda el guante derecho (capítulo 4), si algún caballero quisiera recuperarlo, se atenderían según el orden de llegada (capítulo 5), pero en ningún caso se podrían romper más de las referidas tres lanzas por contendiente (capítulo 6).
Suero de Quiñones designó previamente tres damas y prometió un diamante para el primero que le venciera y rescatara el guante de cualquiera de ellas (capítulo 7). Se estableció que, en general, no se podría elegir con quien de los diez mantenedores combatir (capítulo 8), pero que si se indicaba con antelación y había el tiempo suficiente para ello, se procuraría romper una lanza con el señalado (capítulo 9). Mención especial hizo de su señora (Leonor de Tovar), reservándose el derecho de hacer armas en su honor (capítulo 22).
Para garantizar la igualdad en el combate, se contemplaba la posibilidad de restar piezas de la armadura u ofrecerlas como premio (capítulo 10). En caso de ser aventajados por los contrarios, Suero de Quiñones y sus compañeros, sus parientes y amigos, renunciaban expresamente a demandarlo (capítulo 13). Asimismo, se comprometían a compensar la muerte de los caballos ajenos y renunciaban a reclamar los propios (capítulo 16).
Una vez aceptado el reto, los aventureros no podrían abandonar el Passo Honroso sin combatir las tres lanzas rotas (capítulo 18), so pena de perder un arma y la espuela derecha dejada en prenda, con la imposibilidad de usar el arma o la espuela si no se sometía a una prueba igual o mayor que aquella (capítulo 15). Para resolver cualquier controversia al respecto, se designaban jueces conformado por dos caballeros antiguos, probados en armas y dignos de fe (reyes de armas) y dos farautes o heraldos (capítulo 21).
Antecedente del Passo Honroso fue el Passo de la Fuerte Ventura, celebrado en Valladolid (1428). Pasos de armas posteriores, fueron el Pas de l’Arbre Charlemagne (1443), el Pas de la Joyeuse Garde (1446), el Pas de la Belle Pélerine (1449), el Pas d’armes de la Bergère (1449), el Pas du Chevalier au Cygne (1454), el Pas du Pin aux Pommes d’Or (1455), el Pas du Perron Feé (1463), el Pas de la Dame Inconnue (1463), el Pas de l’Arbre d’Or (1468), el Pas de la Dame Sauvage (1470), entre muchos otros, recogidos en crónicas muy populares en la época.
Objeciones y precisiones sobre los pasos de caballería
A pesar de que el Passo Honroso fue aprobado por Juan II, existía una prohibición general de las asonadas, contenida en las Siete Partidas: “ayuntamiento que fazen las gentes unas contra otras para fazerse mal” (2, 26, 16). Asimismo, la Iglesia se oponía y condenó en repetidas oportunidades los duelos, los pasos de armas y los torneos, por considerarlos causa de vicios como la vanidad y la soberbia de los caballeros, las guerras no precisamente justas y, a partir de uno y otro supuesto, el uso vano y presuntuoso de las armas que tenían encomendadas, de la simbólica espada, es decir, el despilfarro de fuerzas y recursos que bien podrían canalizarse hacia la guerra justa o la guerra santa[6].
La religiosidad es requisito indispensable del noble, del caballero, como puede deducirse de anónimos como Sir Gawain y el Caballero Verde (siglo XIV)[7] cuya edición canónica (1953) es de J. R. R. Tolkien (1892-1973); de El conde Lucanor (1335) de don Juan Manuel (1282-1348); de El caballero Cifar (principios del siglo XIV), probablemente de Ferrand Martínez, o incluso de personajes descarnadamente representados por la picaresca, como el escudero que fue el tercer amo de Lázaro de Tormes (1554).
Esta fue la razón por la cual el Obispo de Astorga negó la sepultura en suelo consagrado –al igual que a suicidas, apóstatas, herejes o cismáticos–, de Esberte de Claramonte, muerto el 6 de agosto de 1434 combatiendo en el Passo Honroso y que tuvo que ser inhumado en una ermita próxima al lugar. Claramonte murió luchando contra Suero Gómez, de quien recibió un lanzazo por el ojo izquierdo y que le llegó hasta el cerebro. Fue el único hecho que lamentar del referido Passo.
En tal caso, el rechazo de las vanas demostraciones de caballería, lejos de ser críticas a la institución, se basaban en la alta estima que se tenía de la misma. En Libro del orden de caballería: Príncipes y juglares (1281), Ramón Llull (circa 1232-1316)[8] deja claro que la caballería, surgida en momentos de decadencia, reúne no sólo a los más fuertes sino a los mejores, moralmente hablando: honrados, amables, sabios, leales, de noble ánimo –como subrayaría Evola, un rasgo del carácter más que una condición de raza o de clase–, que tienen como misión jurada ayudar a viudas, huérfanos y pobres.
Para la caballería, pues, resultaban inescindibles las condiciones físicas y las cualidades morales, porque las primeras sin las segundas serían –como diría Simón Bolívar sobre el talento sin probidad– un azote[9]; mientras que las segundas sin las primeras resultarían –como bien podría afirmar Voltaire– frustrantes.
Esta lógica de la caballería, estimuló el desarrollo de un Derecho de Armas y Derecho Militar medieval que, una vez surgidos los Estados modernos, sirvieron de antecedentes al Derecho Internacional Público –equivocadamente vinculado al Derecho de Gentes– y, en la actualidad, al Derecho Deportivo. La máxima expresión del Derecho de Armas en España, es el Doctrinal de Caballeros (1487) del obispo Alonso de Cartagena (1384-1456), hijo del rabino de Burgos, Selemoh-Ha Leví, después Pablo de Santa María (1350-1435).
Es de advertir que en función del Derecho de Armas y Derecho Militar medieval, las acciones militares fácilmente se convertían en libelos, porque como argumentaba fray Antonio de Guevara (circa 1480-1545) en Reloj de Príncipes (1529): “(…) por sustentar cada uno su opinión se hizieron los unos a los otros más guerra con las péñolas que no se fazen los enemigos con las lanças” (III, XXXIX)[10]. De hecho, como lo puso en evidencia de Riquer en el referido Caballeros andantes españoles, el Passo estuvo rodeado de demandas y contrademandas, detenidamente meditadas, entre aventureros aragoneses y defensores castellanos.
El caballero Alonso Andrea de Ledesma
Mucho más cercano a nosotros, contamos con el ejemplar Alonso Andrea de Ledesma (1537-1595), uno de los casos más ajustados al arquetipo caballeresco: virtuoso y exaltado guerrero que lucha contra un inusitado mal en contextos exóticos. Subrayamos los elementos exaltado, inusitado y exótico, que quizás sugirieron a Cervantes vincular la caballería a la locura, sublimada en don Quijote de la Mancha. Por su parte, es célebre el estudio de nuestros conquistadores desde el punto de vista psiquiátrico, en Los viajeros de Indias (1961) de Francisco Herrera Luque (1927-1991)[11].
Nacido en Ledesma, al norte de Salamanca, Alonso Andrea aprendió el oficio de espadero y en 1545, ya estaba en Venezuela junto a Juan de Carvajal (muerto en 1546) en la fundación de El Tocuyo. Asimismo, acompañó a Diego García de Paredes (1506-1563) en la primera fundación de Trujillo (1557) y a Diego de Losada (1511-1569) en las fundaciones de Caracas y Caraballeda (1567). Como hombre de armas, Andrea combatió al tirano Lope de Aguirre (1511-1561), al cacique Guacaipuro (muerto en 1568) y al pirata Amyas Preston (muerto en 1609), lugarteniente de Walter Raleigh (circa 1552-1618). Es precisamente por este último caso, que se recuerda especialmente al conquistador castellano.
Según lo refiere José de Oviedo y Baños (1671-1738), en su Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela (1723)[12], ante la incursión de Preston contra Caracas en 1595, Andrea salió al frente de un puñado de hombres y armado con lanza y adarga, se adelantó a combatir a los intrusos, quienes tras superar la inicial sorpresa, no supieron responder lealmente el ataque y terminaron por derribarlo cobardemente, a tiros de arcabuz. Quizás avergonzados por su proceder, Oviedo cuenta que los ingleses dispensaron honores militares al viejo caballero durante su entierro[13].
Aunque lo superen en número y fuerza, el sentido de justicia hace al hombre extraordinario, al verdadero caballero, ser temerario –loco–, lo que le hace ver gigantes donde otros ven molinos, o pérfidos piratas donde otros simplemente ven al ocupante de turno de Caracas, ante el cual sólo cabría someterse, cohabitar y, eventualmente, dialogar para alcanzar el entendimiento.
[1] HUIZINGA, Johan, El otoño de la Edad Media. Madrid: Alianza Universidad, 1984.
[2] EVOLA, Julius, Rebelión contra el mundo moderno. Buenos Aires: Heracles, 1994.
[3] LUCÍA MEGÍAS, José Manuel y Emilio José SALES DASÍ, Libros de caballerías castellanos (siglos XVI-XVII). Madrid: Laberinto, 2008.
[4] LOVERA DE SOLA, Roberto J. y Omar Alberto PÉREZ, “Bibliotecas”. En Diccionario de Historia de Venezuela. Caracas: Fundación Polar. https://bibliofep.fundacionempresaspolar.org/dhv/entradas/b/bibliotecas/. Consultado el 01-05-2021.
[5] RIQUER, Martín de, Caballeros andantes españoles. Madrid: Gredos, 2008. También RIQUER, Martín de, Para leer a Cervantes. Barcelona: Acantilado, 2005.
[6] MARTÍN, José-Luis y Luis SERRANO-PIEDECASAS, “Tratados de Caballería. Desafíos, justas y torneos”. En Espacio, Tiempo y Forma, 4. Madrid: Universidad Nacional de Educación a Distancia, 1991, pp. 161-242.
[7] ANÓNIMO, Sir Gawain y el Caballero Verde. Madrid: Siruela, 1982.
[8] LULIO, Ramón, Libro del orden de caballería: Príncipes y juglares. Buenos Aires: Austral, 1949.
[9] Carta de Simón Bolívar a Francisco Carabaño, del 8 de octubre de 1828.
[10] GUEVARA, Antonio de, Obras completas, II. Edición de Emilio Blanco. Madrid: Fundación José Antonio de Castro, 1994, pp. 1-943.
[11] HERRERA LUQUE, Francisco, Los viajeros de Indias. Caracas: Monte Ávila, 1977.
[12] OVIEDO Y BAÑOS, José de, Historia de la conquista y población de la Provincia de Venezuela. Edición de Tomás Eloy Martínez. Caracas: Fundación Ayacucho, 2004.
[13] Al respecto, cfr. BRICEÑO IRAGORRY, Mario, El caballo de Ledesma. Caracas: Monte Ávila editores, 1972 y DUPOUY, Walter, La hazaña de Alonso Andrea de Ledesma: Biografía novelada de un conquistador. Caracas: Artes Gráficas, 1943. Sobre el valor de la lucha con armas blancas sobre las armas de fuego, vid. COHEN, Richard, Blandir la espada: Historia de los gladiadores, mosqueteros, samuráis, espadachines y campeones olímpicos. Barcelona: Destino, 2004.