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19 de agosto de 2021
Juan Cristóbal Carmona Borjas
Individuo de Número de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales. Profesor de postgrado en Derecho Financiero en la Universidad Católica Andrés Bello y en el IESA
El evidente debilitamiento del Estado venezolano que arrastra consigo al proyecto político iniciado por Hugo Rafael Chávez Frías, ha obligado a su sucesor Nicolás Maduro a buscar oxígeno en fórmulas que involucran al sector privado nacional y extranjero al que tanto adversó por años.
La destrucción del sector de los hidrocarburos líquidos y gaseosos, la depredación del sector minero, la devastación del parque industrial local, el repudio a la inversión privada extranjera y la exterminación del sistema monetario patrio, con la consiguiente pérdida del poder adquisitivo del venezolano, son algunas expresiones de la lamentable gestión que en el ámbito económico registra el llamado “Socialismo del Siglo XXI”.
Tan dañinos resultados se alcanzaron a través de numerosas actuaciones gubernamentales al margen del Estado de Derecho, destacando entre ellas, una ola de expropiaciones arbitrarias, tornadas en confiscaciones; la estatización y publificación irracional de numerosos sectores; la extinción del crédito bancario y la hiper-regulación de las actividades económicas, con los abusos de poder que ella supone.
Esa política, como resulta evidente, percoló el resto de los ámbitos de la vida nacional, generando la mayor abrasión institucional y moral registrada en la historia republicana del país, al punto de conducirnos a escenarios propios de un Estado fallido. Tan lamentable situación generó reacciones de rechazo en buena parte del mundo democrático que se aunaron a las que internamente se habían registrado desde comienzos del “proceso revolucionario chavista”. Fue así como a partir del año 2015, los EE.UU., la Unión Europea y algunos países de la región latinoamericana, adoptaron medidas concretas que se tradujeron en las llamadas “sanciones”, impuestas, por una parte, a individuos considerados violadores de derechos humanos e involucrados en actos de corrupción y, por otra parte, a un gobierno considerado responsable de la mayor crisis humanitaria vivida en la región, cuya más clara expresión la representa la pavorosa emigración de más de cinco millones de compatriotas.
El proyecto revolucionario implementado en estos últimos veinte años terminó por atomizar al sector productivo nacional, así como a la inversión extranjera existente en Venezuela, lo que obedeció, en opinión de muchos, a un plan premeditado bajo la consigna “divide y vencerás”. No contaban sus propulsores, que terminarían siendo víctima de su propia gestión.
En la actual realidad venezolana, las labores de exploración y extracción de recursos naturales suponen ingentes inversiones financieras; la recuperación del parque industrial, público y privado, para alcanzar niveles aceptables de productividad y actualización tecnológica, exige igualmente de enormes recursos; el pleno abastecimiento interno en los ámbitos alimentarios y de servicios esenciales, requiere de cuantiosas sumas de dinero. El logro de tales objetivos demanda no sólo de medios financieros, sino también de recursos humanos con conocimiento técnico y confianza en el futuro del país, elementos estos que también ha perdido significativamente Venezuela.
Dejó de contar nuestro Estado con los recursos que aportaba la actividad petrolera, gracias a los cuales pudieron los gobernantes de estos últimos años conducir el país de manera hegemónica. Tras más de veinte años de gestión, de nada le vale al gobierno seguir haciendo alarde de las potencialidades que representa Venezuela, si no se pasa de la retórica a los hechos.
Muchos han dado por concluida la etapa del rentismo petrolero que acompañó a Venezuela por más de 100 años, y ven en ello la gran oportunidad de la diversificación de la economía nacional. Al respecto, valga precisar que una cosa es procurar superar el modelo rentista y, otra muy distinta, pensar que no debe ser prioritaria la recuperación de la industria petrolera y hacer de ella, por fin, un real soporte del desarrollo económico, en lugar de una simple plataforma financiera de proyectos políticos y personales. Ese trascendental paso y el resto de los que supone la recuperación de la economía nacional, más allá de recursos materiales y humanos, demanda también de institucionalidad y seguridad jurídica.
Encontrándose el gobierno actual “entre las cuerdas del ring de boxeo” en que se desplazó por décadas, sin respetar reglas ni referees, ha iniciado un coqueteo con el sector privado, a quien pareciera haber dejado de considerar como su contrincante, para comenzar a verlo como un aliado, o quizá, como su única tabla de salvación, aquella a la que no le queda otra opción que abrazarse porque las piernas comienzan a fallar inexorablemente.
Parecieran ver las autoridades gubernamentales actuales al sector privado, nacional y extranjero, como el capaz de aportar parte de los insumos requeridos para reactivar la economía, ya que procurarlos por intermedio de los organismos multilaterales se torna más remoto, en tanto para ellos, en principio, lo estrictamente comercial pesa menos en la ecuación que lo institucional.
El verdadero retorno de capitales privados al país dependerá en buena medida de la confianza, esa que se sustenta en la legitimidad de las autoridades y en la seguridad que ofrezca su gestión. A ellas también presta especial atención la mayoría de los particulares. Pasar de la economía de bodegones a la que realmente requiere Venezuela, aquella que construye infraestructura, genera empleo y perdura en el tiempo, demanda mucho más que una oportunidad coyuntural de ganar dinero.
Los ofrecimientos realizados hasta el momento por el Poder Público Nacional al sector privado se sustentan, entre otras, en medidas a ser dictadas con fundamento en la llamada “Ley Antibloqueo”, la implementación de políticas dirigidas a la compra de productos nacionales, el restablecimiento selectivo del financiamiento bancario y el relajamiento de facto, que no formal, de numerosos controles (cambio y precios). Respecto de la gran mayoría de esas medidas existen fundadas razones para dudar de su constitucionalidad y legalidad.
A la par de aquellas cuestionables iniciativas, la Asamblea Nacional instalada el 5 de enero de 2021, ha presentado al país una amplia agenda legislativa en la que destacan proyectos de leyes, que como los de Zonas Económicas Especiales y de las Ciudades Comunales pretenden crear “oasis” en medio del desierto. Esos espacios territoriales, concebidos en unos casos bajo modelos económicos socialistas y, en otros, capitalistas, implican una alteración de la organización político territorial y del régimen jurídico consagrado en la Carta Magna. Tales medidas, de concretarse, acrecentarán la inseguridad jurídica reinante. Se trataría de modelos diametralmente opuestos entre sí y a la realidad generalizada que impera en el resto del país. La atomización del territorio, la economía, el régimen jurídico y de los venezolanos, lejos de resolver problemas los potenciará.
Las propuestas efectuadas por el Poder Público Nacional al sector privado nacional y extranjero resultan incompatibles con el discurso conciliador y esperanzador que intenta transmitirse. La recuperación del país amerita de una visión y actuación política global que genere confianza y se mantenga en el tiempo. La seguridad jurídica a esos efectos es condición sine qua non, ella, sin embargo, continúa muy lejos en la propuesta gubernamental.
Junto a aquel escenario se presenta de nuevo un esfuerzo de negociación entre personeros del gobierno y factores opositores cuyo espectro debe trascender lo estrictamente político-electoral, sin que se desconozca que de ello depende el resto, incluido lo económico. De nada valdrá elegir gobernadores y alcaldes para que a los pocos días de los comicios entre en vigencia la Ley de las Ciudades Comunales, vaciando de contenido los ámbitos competenciales y financieros de las instancias estadales y municipales. De qué valdrá sancionar una Ley de Zonas Económicas Especiales, si el resto del país seguirá ahogado en la anarquía, agobiado con cargas impositivas irracionales y bajo los feroces embates de la hiperinflación.
Venezuela ha llegado a un punto en el que todas las materias son urgentes y deben ser tenidas en cuenta como una unidad, no sólo por los gobernantes, sino también por el empresariado y la ciudadanía. En la atención de la crisis nacional, seguir atomizando territorios, actores, reglas, materias y procesos para resolver la problemática solo contribuirá a que quienes ocupan el cuadrilátero en el que se ha convertido el país alivien el cansancio de sus desgastados músculos hasta que finalmente los más débiles o desprevenidos pierdan el round o la pelea, además, por nocaut. A estas alturas del combate, las salvadas de campana sólo son un milagro que genera alivios pasajeros y, tirar la toalla, no es una opción. Es hora de ofrecerle al mundo un espectáculo digno en el que el país deje de ser un escenario en el que unos y otros se golpean, para convertirlo en la pista en la que podamos saltar tan lejos como nos demostró Yulimar Rojas puede hacerse.